Ya que estamos hablando de literatura estos días (y puesto que desde el blog se ha organizado un nuevo concurso literario para primero de Bachillerato), aquí os ofrezco este inquietante relato de terror de vuestro compañero Carlos Tortosa Micó, cuya nota de la primera evaluación ya experimentó un generoso incremento. A ver quién repite o se estrena este trimestre con la nueva propuesta literaria que tenéis en una entrada inferior. ¡Suerte!
Una lápida para todos
Álvaro
cumplía con sus deberes en un bosque, en un antiguo valle aislado. No era
alguien a quien le gustara trabajar con otras personas, así que llegado el
momento decidió ejercer como guardabosque. Ya que era un trabajo muy dedicado y
constante, se instaló en una cabaña en los alrededores de la densa floresta, de
forma que pudiera llegar rápido a su puesto y estuviera listo si era
necesitado.
La modesta
cabaña en la que vivía le salió sorprendentemente bien de precio, entre otras
cosas porque los vecinos más cercanos vivían a bastantes kilómetros y el único
rastro de civilización eran las ruinas de un pueblo, no muy grande, que se
encontraba abandonado en el centro del valle.
Siempre que
su horario se lo permitía, echaba pequeños paseos por las calles de aquel
pueblo, de escasos y simples edificios, que presentaban roturas en cristales y
puertas.
Este detalle
contrastaba intensamente con la apacibilidad con la que los musgos y líquenes
invadían y roían los cimientos de los comercios. Álvaro no encontró ninguna señal
o documento donde se mostrara el nombre del pueblo. Había recibido la
localización de su casa con las coordenadas geográficas que le envió la
inmobiliaria.
Un día, en
una de sus muchas excursiones, se encontró de frente con la que parecía ser la
iglesia del pueblo. Era una muy básica y humilde, con un campanario que servía
a un propósito meramente funcional. Álvaro ya se había acostumbrado al estado
maltrecho de puertas y ventanas en aquel valle, pero aquel templo destacaba.
Por las
bisagras de los lados, debió ser una puerta robusta y muy pesada. Además, en el
interior había tres pestillos gigantescos que seguramente eran capaces de
mantener la puerta perfectamente sellada bajo cualquier circunstancia.
Se habría jugado la cabeza a que una puerta
así habría parado el choque de un coche sin astillarse siquiera. Por eso le
entró un escalofrío al ver que la puerta había sido arrancada de cuajo de su
sitio, dejando la piedra de las paredes crujida por la compresión de un
movimiento que debió ser titánico. Su experiencia en muescas y marcas le indicó
que la tarea fue realizada sorprendentemente rápido, y posiblemente de forma
muy violenta. Como cuando los osos mataban de un solo zarpazo a los pequeños
animales del bosque. ¿Quién o qué posee la fuerza para hacer eso?
Se adentró y
observó a su alrededor a medida que el suelo de madera crujía y hacia emanar
columnas de polvo de las rendijas. Las paredes emitían un silencio sepulcral.
Los bancos habían sido salvajemente empujados de pared a pared y los cuadros
habían sido brutalmente desgarrados, incluso aquellos que se encontraban a una
altura considerable.
Detrás del
altar de piedra, un detalle impactante llamaba la atención de Álvaro: una
puerta inmensa, de las características que él había atribuido a la de la
iglesia, tapaba torpemente un agujero, algo así como una madriguera pero de un
tamaño descomunal, que se adentraba en la tierra. En la puerta se distinguían cientos
de marcas talladas, como aquellas que graban los presos en la piedra de sus
celdas para no perder la cuenta de los días.
Las astillas
se doblaban alejándose de las marcas, como horrorizadas por el acto que
pudieran haber presenciado. No era un descubrimiento cualquiera, pensó. No
podía encontrar un animal en su cabeza al que pudiera otorgarle el mérito de
tal catástrofe.
Pero estaba
anocheciendo. El ocre del atardecer comenzaba a poblar las paredes a un ritmo
alarmante. Volvería otro día, cuando tuviera más tiempo.
Esa noche
Álvaro dormía en su cabaña. Se encontraba cómodamente envuelto por sus gruesas
mantas, cuando un grito desesperado, seguramente de un ciervo, desgarró el
cielo como un cuchillo desgarra la tela.
Acudió al
lugar del cual parecía haber provenido el grito, vestido con prisas y cogiendo
su mochila con las herramientas reglamentarias aún colgando del hueco.
Llegó a un
claro diminuto, privado de la luz de la luna por las titánicas secuoyas, y
sobre una piedra descansaba el cuerpo salvajemente mutilado de un ciervo joven.
Había sido una pelea muy breve, con un ganador obvio. Inspeccionándolo, Álvaro
se percató de que, a pesar de las brutales pintas, no le faltaba ningún órgano,
a excepción del corazón. Más terrible aún fue encontrar el rastro de sangre que
delataba la ruta del que seguramente había cometido semejante asesinato. Cualquiera
que hubiera estado allí y hubiera permanecido en silencio podría haber
escuchado el sonido de un terrible agitar de maleza más adelante, algo así como
el terrible estallar de una tormenta lejana. El guardabosque hizo un ademán
tembloroso de coger su pistola mientras caminaba en dirección al pueblo, donde
la sangre le guiaba. La sensación de
irrealidad y horrible coincidencia le invadía mientras inspeccionaba el suelo
de la iglesia, donde muy convenientemente le había guiado el rastro. El rastro
era la única novedad desde que había llegado aquella tarde. Los bancos
desplazados, los cuadros desfigurados…
Apuntó con
su linterna a la puerta, que allí descansaba, y pudo apreciar una nueva marca
sobre ella. Era muchísimo más reciente que las demás, y su trazo abrupto
mostraba nervios, quizá deleite enfermizo en su creación. El calor llegado
repentinamente y los temblores le parecieron inaguantables. Sujetaba su pistola
apuntando a todas partes, acusando a cualquier cosa presente de estar
amenazándole.
Lo que vino
a continuación heló su sangre, y silenció abismalmente cualquier otro sonido
del valle brevemente. Una criatura terrible, de un tamaño superlativo, que el haz de la linterna apenas abarcaba, con dos cuernos que se retorcían
angustiosamente hacia atrás y ojos vacíos de pupilas, se paraba en la entrada
al templo. Su respiración era más bien un grave gruñido, que hacia vibrar
notoriamente las columnas y paredes.
Álvaro hizo
un esfuerzo abismal, que requirió de toda su voluntad, de ordenar a sus brazos
que apuntaran al demoníaco intruso y dispararan el arma. Pero era inútil, su
pelaje oscuro y denso como el bosque, seguramente tejido de pesadillas, ignoró
semejantes intentos de alejarle de su presa. Y la bestia, emitiendo un grito
infernal, horripilante como un coro de dolor, se abalanzó sobre Álvaro
triunfalmente. Aquel dolor agónico obligaba al guardabosque a gritar con todas
sus fuerzas, suplicando ayuda de cualquiera, quizá incluso del propio bosque
que esperaba inalcanzable fuera. La ayuda llegó, en forma de rápida muerte que
acabó con su sufrir. La bestia, con su nuevo y palpitante juguete en sus manos,
se dirigió hacia el altar a medida que el suelo de madera crujía y hacia emanar
columnas de polvo de las rendijas. Los bancos habían sido salvajemente
empujados de pared a pared y los cuadros habían sido brutalmente desgarrados,
incluso aquellos a gran altura. Detrás del altar se posaba sobre su hogar de
maldad la puerta que llamaron inamovible alguna vez.
¿Quién o qué
poseía fuerza para hacer eso?
La criatura
se regocijó ante la respuesta, a medida que el cuerpo del joven era arrojado a
las profundidades de su madriguera, en la cual descansaban otros muchos
cuerpos, y dejaba deslizar su delicioso corazón a través de su gran esófago. Y con un gesto elegante y definitivo, grabó
con una horripilante garra, larga como un sable, una nueva marca en la puerta
de su hogar a modo de trofeo.
Que nostálgica
le resultaba aquella tarea. Cuánto deseaba el próximo encuentro.
Y por una
noche más, el musgo y los líquenes siguieron consumiendo, lenta e
imparablemente, la existencia del lugar que una vez fue llamado hogar por
muchos.
FIN